21 septiembre, 2012

Competir para compartir


Desde pequeño siempre se me ha incitado a ser el primero.  Hay que ser el mejor en los estudios, en los deportes, en todo, eso para ser apreciado y ganar, para recibir admiración y ser reconocido. Es decir siempre se me ha enseñado a competir.

Efectivamente la competitividad tiene sus ventajas: el deseo (la necesidad) de ser el primero nos lleva a realizar esfuerzos, a ir hasta el límite de nuestras fuerzas. Esto permite luchar contra la pereza o contra un cierto dejarse llevar. La competitividad activa las energías; favorece el desarrollo de las posibilidades del ser humano y, por eso mismo, las posibilidades de toda sociedad y de toda humanidad. Pero si algunos ganan, hay otros que pierden. La cultura lleva entonces a despreciar a los que no triunfan, a los que no pueden triunfar. La fuerza, la capacidad y la perfección pasan a ser los únicos valores. El que no puede triunfar carece de valor; está descartado. Este desarrolla  entonces una imagen herida de sí mismo, se desanima y se siente incapaz, impotente, sin valor.
Creo que ganamos o perdemos en cuanto sacamos la lección de nuestras victorias o derrotas, somos seres llamados a reflexionar sobre nuestras vidas y no caer en un simple triunfalismo superficial. La lección aprendida es nuestra manera de medir si aprendimos a competir para compartir. 

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