Desde pequeño siempre se me ha incitado a ser el primero. Hay que ser el mejor en los estudios, en los
deportes, en todo, eso para ser apreciado y ganar, para recibir admiración y
ser reconocido. Es decir siempre se me ha enseñado a competir.
Efectivamente la competitividad tiene sus ventajas: el deseo
(la necesidad) de ser el primero nos lleva a realizar esfuerzos, a ir hasta el
límite de nuestras fuerzas. Esto permite luchar contra la pereza o contra un
cierto dejarse llevar. La competitividad activa las energías; favorece el
desarrollo de las posibilidades del ser humano y, por eso mismo, las
posibilidades de toda sociedad y de toda humanidad. Pero si algunos ganan, hay
otros que pierden. La cultura lleva entonces a despreciar a los que no triunfan,
a los que no pueden triunfar. La fuerza, la capacidad y la perfección pasan a
ser los únicos valores. El que no puede triunfar carece de valor; está
descartado. Este desarrolla entonces una
imagen herida de sí mismo, se desanima y se siente incapaz, impotente, sin
valor.
Creo que ganamos o perdemos en cuanto sacamos la lección de
nuestras victorias o derrotas, somos seres llamados a reflexionar sobre
nuestras vidas y no caer en un simple triunfalismo superficial. La lección
aprendida es nuestra manera de medir si aprendimos a competir para compartir.
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